Siempre me gustaron los cómics. Ya dije que de niño era un asiduo lector y coleccionista de El Hombre Araña y otros super héroes. Los domingos, además, mis padres solían comprar el periódico Excélsior, que traía una nutrida sección de tiras cómicas a la que yo me abalanzaba. Allí figuraban, entre otros, Olafo El Amargado, Lorenzo y Pepita, Mutt y Jeff, Nunca falta alguien así, Educando a Papá, el clásico y soporífero El Príncipe Valiente (nunca entendí como alguien podía seguirlo), Garfield, Mafalda y Peanuts. En la casa, aparte, había algunos volúmenes, en inglés y en español, de estos últimos, que yo leía una y otra vez. Ahora que lo pienso, teníamos una especie de culto doméstico a Snoopy. Mi madre tuvo varios autos Volkswagen Beetle, “vochos”, color rojo, y solía pegarles en el vidrio trasero una calcomanía de Snoopy aviador. No había manera de confundirse de coche.
El problema con Peanuts es que han sido tan abrumadoramente explotados por la comercialización y la publicidad que, para muchos, sus personajes remiten solo a una tarjeta de cumpleaños o a un muñeco de peluche, y no a uno de los universos de ficción más divertidos y complejos del siglo XX. Charles M. Schulz, auténtico Balzac de las tiras cómicas, escribió y dibujó una diaria desde 1950 hasta el 2000, año de su muerte (¿cuántos escritores puede presumir una creatividad semejante?). Como notó Umberto Eco en su célebre ensayo, uno de los mayores atributos de Peanuts es el encanto que ejerce tanto en el niño que apenas lee (o ni eso, pues puede bastarle mirar los dibujos) y el lector adulto más exigente. En lo personal, no sé exactamente qué era lo que me hacía leer de niño una y otra vez las mismas tiras, pero sé que es el único cómic que me ha acompañado hasta la fecha y que mi gusto por él no solo no ha disminuido, sino que de hecho ha aumentado.
Hubo un momento específico en que redescubrí a Schulz y revaloré por completo su obra. Entre 2005 y 2007 me encontraba en Cambridge, Massachusetts, como asistente de Español en la Universidad de Harvard y trabajando como desesperado en mi tesis de doctorado, que iba algo atrasada. Por esas fechas, se estaba publicando The Complete Peanuts a razón de dos volúmenes por año hasta completar los veinticinco planeados. Los vi por primera vez en The Coop, la librería de la universidad en Harvard Square, y comencé a comprarlos. Los primeros que adquirí fueron The Complete Peanuts 1959 to 1960 y 1961 to 1962 (Fantagraphic Books, Seattle, 2006). Es una hermosa edición de “obras completas” con pasta dura, escrupulosamente cuidada y diseñada. Cada volumen tiene en la portada a un miembro de la pandilla (en estos casos, Patty y Linus) y un prólogo escrito por alguna celebridad, desde Jonathan Franzen hasta Barack Obama. Durante meses seguí una rígida rutina que implicaba ir al gimnasio y dar clases en la mañana, encerrarme en las bibliotecas o en mi departamento a trabajar por la tarde, pero sin falta leer algunas tiras diarias que me hacían reír como loco y me dejaban del mejor humor posible. En medio del estrés de la tesis, la lectura de The Peanuts era un relajamiento y un tonificante.
Los años sesenta son, quizá, la época dorada de la tira. En la década anterior, la inicial, Schulz tantea, experimenta y va definiendo los principales rasgos del mundo de Peanuts. A finales de los cincuenta, los personajes más importantes ya están bien caracterizados: Charlie Brown, Linus, Lucy y, por supuesto, Snoopy. Es curioso observar la evolución de este último. En los primeros años, Snoopy es un perro que se comporta como un perro y no tiene mucho protagonismo. En 1956 ocurre algo extraordinario: Schulz lo hace caminar por primera vez en dos patas. Luego empezará a hacerlo expresar sus pensamientos y más tarde representar papeles, primero de animales –un buitre, un gorila, un alce, un águila calva, un león– y después de personajes inventados –el As de la I Guerra Mundial, un soldado de la Legión Extranjera, Joe Cool–, aparte de volverlo beisbolista o escritor (sobra decirlo, mi caracterización favorita; durante años tuve junto a mi computadora un Snoopy con su máquina de escribir). Aunque el beagle, en contraste con su dueño, encarna la despreocupación y la felicidad, la verdad es que sus transformaciones suelen tener un final cómico que lo devuelve a su realidad perruna. Snoopy, como el Quijote o Madame Bovary, no está conforme con la vida que le ha tocado vivir y se refugia creando una realidad fantástica, más viva y más brillante.
A pesar de que su perro acabe robándole protagonismo –lo cual, bien mirado, es lo que le tenía que pasar–, Charlie Brown es el verdadero héroe de la obra. Héroe, claro, en el sentido en que Leopold Bloom o Zeno Cosini son “héroes” del Ulises o La consciencia de Zeno, o sea, antiheroicamente. Esa es la verdadera estirpe de Charlie Brown, la del antihéroe moderno: derrotado, nervioso, introspectivo, angustiado, neurótico, enfermo, paralizado por su propio pensamiento. Charlie Brown es, además, aquello que la sociedad norteamericana menos perdona: un loser. Ahí está su record perfecto de derrotas en el beisbol, su incapacidad de hacer volar un papalote o patear una pelota de futbol americano; peor aún, su timidez patológica e imposibilidad de hablarle a la Niña Pelirroja. Pero Schulz, a fin de cuentas, no es Kafka, y es incapaz de condenar por completo a sus personajes. Siempre habrá algo, entre el humor y la bondad, que los salve. A Charlie Brown lo rescata su inocencia y constancia a prueba de todos los desengaños y, sobre todo, la amistad y el afecto que inspira a quienes lo quieren bien.
Los hermanos Van Pelt, Lucy y Linus, completan el cuadro. Lucy, la mayor, es mandona y filistea. Sádica, disfruta maltratando a su hermano y al hipersensible Charlie Brown, como en aquella memorable línea: “¿Puedo hacerte una crítica constructiva, Charlie Brown? Eres medio estúpido”. Quizá su mayor rasgo de carácter sea esa atroz certeza de tener siempre la razón. La duda es para los débiles. Instala un consultorio psiquiátrico callejero –sutil burla de Schulz al psiconálisis y la psiquiatría– en el que pretende resolver los problemas de todos por cinco centavos. Paradójicamente y como un acto de justicia divina, está enamorada del artista, Schroeder, el pianista fanático de Beethoven, que la rechaza olímpicamente. Ese es un mundo que Lucy jamás podrá entender. Y, sin embargo, hasta ella es rescatada por la benevolencia inherente a Peanuts. Posee un instinto maternal y, cuando está de buenas, no resiste la ternura de Snoopy.
Linus es un irónico filósofo en miniatura. Le gusta hablar del Libro de Job y ve a san Pablo en las nubes. Por un lado es extremadamente inocente y espera año con año la llegada de la Gran Calabaza; por otro, siendo menor que Chalie Brown, es más realista y pragmático que él y sabe adaptarse a las condiciones de la vida. Cuando Charlie Brown, por enésima vez, llora en su hombro y le dice que uno no debería ser arrojado a la vida así nada más, le revira: “¿Y qué querías? ¿Un calentamiento previo?”. A diferencia de su amigo, no tiene problemas atrayendo a las niñas (Sally la primera, claro). Todo estará bien, siempre y cuando no le quiten su manta…
En el mundo aparentemente pueril y cándido de Peanuts están expuestas nuestras neurosis, frustraciones, miedos e inseguridades. Es un mundo atormentado con una apariencia inocente y, sin embargo, no acaba de ser deprimente o melancólico, al contrario. Lo redimen el sentido del humor, la amistad, el afecto y la bondad. Las angustias y ansiedades de Charlie Brown son reales, pero también lo son la felicidad y el placer de vivir de Snoopy. En el fondo, quizá ambos son un solo personaje. El primero encarna los abismos del alma: la angustia, la ansiedad, la depresión, la inseguridad, el miedo; el segundo, sus virtudes: la alegría, la ligereza, la serenidad, la desenvoltura, la dicha. A estas, por cierto, no llega de manera espontánea (hay que recordar esas primeras tiras en las que Snoopy muestra su inconformidad por ser simplemente un perro y comienza a imaginarse siendo otras cosas), aunque tenga una buena predisposición hacia ellas: son el resultado de su imaginación y su voluntad. Si alguien me pidiera –nadie me la ha pedido– una fórmula para la felicidad según Peanuts, sería esta: cultiva tu Snoopy interior.
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